El Sacramento del Matrimonio Cristiano Católico

Se define al Sacramento del Matrimonio como la presencia de Cristo, como un medio de comunicación de la gracia de Dios y un camino para la redención de los contrayentes. Para la Iglesia católica, es la comunión de la vida y del amor conyugal que se establece de acuerdo a la unión de los esposos. El matrimonio es una sabia creación del Señor para consumar su propósito de amor en la humanidad.

Sacramento del matrimonio

Sacramento del Matrimonio

El mundo de estos tiempos experimenta una penosa crisis familiar, ya que el hombre se ha apartado de sus propósitos espirituales desviándose hacia las materiales, e inclusive, adecuando la religión según sus intereses. Tanto así que somos testigos de uniones libres, la desaparición de la virginidad y el adulterio, tres preceptos que conforman un pecado de acuerdo a la fe cristiana.

De una u otra manera, el Señor, a partir de la creación, nos ha convocado a llevar una existencia en un orden sobrenatural, que trasciende a nuestras tradiciones naturales, por lo que, el significado espiritual del matrimonio debe estar dirigido hacia el felicidad de la familia y los hijos, prosiguiendo los principios a de la iglesia.

¿Qué es el Sacramento del Matrimonio?

Un enlace conyugal se origina en Dios, quien en su creación del hombre lo hizo una persona a quien le hace falta abrirse a los demás, quien requiere comunicarse y quien esta carente de compañía. “No es adecuado que el hombre permanezca solo, se le ha de dar una compañera parecida a él.” (Gen. 2, 18). “El señor creó al hombre y a la mujer a su semejanza, hombre y mujer los creó, y los consagró señalándoles: procreen, y multiplíquense, y colmen la tierra y sométanla”.(Gen. 1, 27- 28).

A partir del inicio de la creación, cuando Dios dio forma a la pareja inicial, la alianza entre ambos se transforma en una institución natural, con un nexo duradero y unidad absoluta (Mt. 19,6). Por lo que no podrá ser alterada en sus propósitos y en sus características, ya que al ocasionarlo se iría en dirección contraria a la naturaleza del hombre. El matrimonio no es, por ende, fruto de la casualidad o resultado de instintos naturales involuntarios.

El matrimonio es una docta creación del Señor para cumplir su propósito de amor en la humanidad. A través de él, los cónyuges se perfeccionan y se desarrollan recíprocamente y ayuda a Dios en la generación de nuevas vidas.

El matrimonio para quienes han recibido bautismo es un sacramento que va atado al amor de Cristo por su Iglesia, lo que lo gobierna es el arquetipo del amor que Jesucristo detenta por su Iglesia (Cfr. Ef. 5, 25-32). Únicamente existe un genuino matrimonio entre bautizados al contraerse el sacramento.

El matrimonio está definido como la unión por la que, el hombre y la mujer, se aúnan de modo libre para toda la existencia con la finalidad de ayudarse con reciprocidad, engendrar y educar a los hijos. Esta alianza, fundamentada en el amor, que implica una anuencia interior y exterior, habiendo sido bendita por Dios al ser sacramental, ocasiona que el nexo conyugal sea para toda la vida. No hay quien puede quebrantar este vínculo. (Cfr. CIC can. 1055).

En lo referente a su esencia, los teólogos hacen diferencia entre el desposarse y el estar desposado. El desposarse es el acuerdo matrimonial y el estar desposado es el nexo matrimonial indivisible. El matrimonio cuenta con todos los elementos de un convenio. Los novios que son el hombre y la mujer.

El objeto que es la entrega mutua de los cuerpos para experimentar una vida marital. La anuencia que ambos contrayentes manifiestan. Unos propósitos que son la ayuda mutua, la concepción e instrucción de los hijos.

Sacramento del Matrimonio: Institución

Se ha señalado que Dios creó el matrimonio desde un inicio. Cristo enalteció a la dignidad de sacramento a esta creación natural anhelada por el Creador. Se desconoce el instante preciso en que lo lleva a la dignidad de sacramento, pero aludía a el en su sermón. Jesucristo reseña a sus discípulos la procedencia divina del matrimonio.

Sacramento del matrimonio

 

“No han leído, como Él, que formó al hombre al inicio, lo hizo varón y mujer? Y señalo: por ello abandonará a su padre y a su madre, y los dos se transformarán en una misma carne”. (Mt. 19, 4-5). Cristo en el inicio de su vida pública efectúa su  milagro inicial, a pedido de su Madre, en las Bodas de Caná. (Cfr. Jn. 2, 1-11).

Esta aparición de él en una boda es de gran trascendencia para la Iglesia, pues viene a ser la señal de que, a partir de ese momento la presencia de Cristo será determinante en el matrimonio. En su predica mostró el significado original de esta institución. “Lo que Dios ha unido, que el hombre no pueda separar”. (Mt. 19, 6).

Para un cristiano la alianza entre el matrimonio, como creación natural, y el sacramento es absoluta. Por ende, las leyes que gobiernan al matrimonio no pueden ser alteradas injustamente por los hombres.

Sacramento del Matrimonio: Fines del Matrimonio

Los propósitos del matrimonio son el amor y la ayuda recíproca, la concepción de los hijos y la instrucción de estos. (Cfr. CIC no. 1055; Familiaris Consortio nos. 18; 28).

El hombre y la mujer se cautivan de manera mutua, en busca de complementarse. Cada uno requiere del otro para alcanzar al desarrollo total como personas, manifestando y viviendo honda y completamente su necesidad de amar, de sometimiento total. Este requerimiento lo conduce a unirse en matrimonio, y así levantar una nueva comunidad de fecundo amor, que incluye la obligación de ayudar al otro en su desarrollo y a lograr la redención.

Esta colaboración mutua se debe realizar entregando lo que cada uno posee y dándose apoyo el uno al otro. Esto quiere decir que no habrá de ser impuesto el juicio o la forma de ser al otro, que no emerjan disputas por no tener las mismas metas en un instante dado.

Cada uno debe admitir al otro como es y consumar las obligaciones propias de cada quien. El amor que conlleva al casamiento de un hombre y una mujer es una manifestación del amor de Dios y ha de ser fecundo (Cfr. Gaudium et Spes, n. 50)

Al hablarse del matrimonio como institución natural, nos percatamos que el hombre o la mujer son seres con un sexo, lo que comprende una atracción a fusionarse en cuerpo y alma. A esta alianza la denominamos “acto conyugal”. Este hecho es el que posibilita la prosecución de la especie humana. Siendo así, se puede deducir que el hombre y la mujer están convocados a procrear nuevos seres humanos, que deben evolucionar en el seno de una familia que fue originada en el matrimonio.

Esto es algo que la pareja ha de aceptar desde el instante en que resolvieron casarse. Al escoger uno un trabajo, sin ser forzado a ello, tiene la obligación de cumplir con él. Sucede igual con el matrimonio, al elegir la pareja, de manera autónoma, casarse, se somete a cumplir con todas las obligaciones que este implica. No solo se cumple al procrear hijos, sino que hay que instruirlos con responsabilidad.

La Maternidad y la Paternidad Responsable son Obligación del Matrimonio

Es derecho exclusivo de los cónyuges decidir la cantidad de hijos que van a engendrar. No se ha de olvidar que la paternidad y la maternidad es un obsequio de Dios concedido para ayudarle en la obra creadora y salvadora. Por lo que, antes de decidir acerca del número de hijos a procrear, hay que colocarse en presencia de Dios, mediante oración, con una postura de disponibilidad y con toda sinceridad decidir cuántos hijos tener y cómo instruirlos.

La concepción es un regalo supremo de la vida de una persona, denegarse a ella implica denegarse al amor, a un bien. Todo hijo es una bendición, por lo que se deben de recibir con amor.

El Signo: la Materia y la Forma

Se puede señalar que el matrimonio es auténtico sacramento ya que en él se hallan los elementos necesarios. En otras palabras, la señal sensible, que en este caso es el acuerdo, la gracia consagrante y sacramental, y finalmente que fue creado por Cristo.

La Iglesia conserva la exclusividad para juzgar y decidir acerca de todo lo concerniente al matrimonio. Esto es debido a que es precisamente de un sacramento a lo que referimos. La autoridad civil apenas puede operar sobre los aspectos simplemente civiles del matrimonio (Cfr. Nos. 1059 y 1672).

La señal externa de este sacramento es el convenio matrimonial, que a la vez está conformado por la materia y la forma.

La Materia lejana: son los mismos prometidos.

La Materia cercana: es la entrega mutua de los esposos, se entrega toda la persona, todo su ser.

La Forma: es el Sí que quiere decir la aceptación mutua de ese obsequio personal y total.

Efectos

El sacramento del matrimonio da origen a un nexo para toda la vida. Al otorgar de manera autónoma su anuencia, los cónyuges se entregan y se reciben recíprocamente y esto queda convalidado por Dios. (Cfr. Mc. 10, 9). Por ende, al ser el propio Dios quien instaura este nexo, el matrimonio oficiado y consumado, no puede ser desecho nunca. La Iglesia no puede ser contraria a la erudición divina. (Cfr. Catec. nos. 1114; 1640)

Este Sacramento Aumenta la Gracia Santificante

Se obtiene la gracia sacramental propia que posibilita a los cónyuges mejorar su amor y fortificar su unidad inseparable. Éste favor, proveniente de Cristo, ayuda a experimentar los propósitos del matrimonio, otorga la capacidad para que haya un amor sobrehumano y fecundo. Tras algunos años de casados, la vida en comunidad puede que se haga más dificultosa, por lo que hay que invocar a esta gracia para reponer fuerzas y salir avante (Cfr. Catec. no. 1641)

Matrimonio Civil

El casamiento civil es el que se adquiere ante la autoridad civil. Este matrimonio no tiene validez para los católicos, solo el matrimonio sacramental es el único lícito entre bautizados. En oportunidades se requiere contraerlo, dependiendo de las leyes de cada país, ya que es de utilidad por sus efectos legales. Los católicos desposados solamente por lo civil, han de desposarse por la Iglesia.

El Sacramento del Matrimonio

«La unión matrimonial, por medio de la cual un hombre y una mujer conforman entre sí una asociación para toda la vida, ordenada por su mismo carácter natural para el bien de la pareja y a la generación y enseñanza de la prole, fue exaltada por Cristo Nuestro Señor a la condición de sacramento entre bautizados» (CIC, can. 1055,1)

El Matrimonio en el Plan de Dios

La Sagrada Escritura se inicia con la narración de la creación del hombre y de la mujer semejantes a Dios (Gn 1,26- 27) y finaliza con la visión de las «bodas del Cordero» (Ap 19,7.9).

De una punta a la otra la Escritura cuenta del matrimonio y de su «enigma», de su creación y de la significancia que el Señor le dio, de su principio y de su fin, de sus obras diversas a lo extenso de la historia de la redención, de sus contrariedades surgidas del pecado y de su regeneración «en el Señor» (1 Co 7,39) todo ello en el plano de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (cf Ef 5,31-32).

El Matrimonio en el Orden de la Creación

«La íntima asociación de vida y amor de pareja, instituida por el Creador y que cuenta con leyes propias, se asienta sobre la unión del matrimonio… un nexo sagrado… no dependiente del juicio humano. El mismo Señor es el creador del matrimonio» (GS 48,1). La proclividad al matrimonio se registra en la condición misma del hombre y de la mujer, de acuerdo a como nacieron de la mano del Creador.

El matrimonio no es una creación plenamente humana pese a las cuantiosas mutaciones que ha podido experimentar a lo largo de las centurias en las distintas culturas, organizaciones sociales y posturas espirituales. Estas variedades no deben descuidar sus rasgos afines y duraderos.

Pese a que la jerarquía de esta institución no sea siempre tan evidente (cf GS 47,2), hay en todas las culturas una incuestionable conciencia de la magnitud de la unión matrimonial. «La redención de la persona y de la asociación humana y cristiana está íntimamente atada al bienestar de la unión conyugal y familiar» (GS 47,1).

Dios que ha concebido al hombre por amor lo ha convocado igualmente al amor, inclinación esencial e innata de todos los seres humanos. Ya que el hombre fue creado similar a Dios (Gn 1,2), que es Amor (cf 1 Jn 4,8.16). Siendo creados por Dios como hombre y mujer, el amor recíproco entre ellos se transforma en reflejo del amor completo e indeclinable con que Dios adora al hombre.

Este amor es bondadoso, muy justo, a los ojos del Creador (cf Gn 1,31). Y este amor que Dios consagra está dedicado a ser prolífico y a ser consumado en la tarea común de cuidar la creación. «Y los consagró Dios y les indicó: «Sean fecundos y multiplíquense, y llenen la tierra y sométanla'» (Gn 1,28).

La Sagrada Escritura señala que el hombre y la mujer fueron concebidos el uno para el otro: «No es apropiado que el hombre se encuentre solo». La mujer, «carne de su carne», su similar, el ser más parecido al hombre mismo, le es otorgada por Dios como una «ayuda», simbolizando así a Dios que es nuestro «socorro» (cf Sal 121,2).

«Por eso abandona el hombre a su padre y a su madre y se aúna a su mujer, y se hacen una misma carne» (cf Gn 2,18-25). Que esto ha de ser una unión indeclinable de sus dos existencias, el Señor mismo lo expone evocando cuál fue «en el inicio», el plan del Creador: «De modo que ya no son dos sino una misma carne» (Mt 19,6).

El Matrimonio bajo la Esclavitud del Pecado

Cada hombre, así como en su ámbito como en su propio corazón, padece la experiencia del mal. Esta vivencia se hace sentir igualmente en las vinculaciones entre el hombre y la mujer. En cualquier tiempo, la alianza del hombre y la mujer vive bajo amenaza del desacuerdo, el espíritu de control, la deslealtad, los celos y disputas que pueden llevar hasta el odio y la separación.

Este trastorno puede evidenciarse de modo relativamente agudo, y puede ser más o menos superado, de acuerdo a las culturas, el tiempo, los individuos, pero usualmente se muestra como algo de naturaleza universal.

De acuerdo a la fe, este desbarajuste que evidenciamos con dolor, no es originario de la esencia del hombre y de la mujer, ni en la esencia de sus relaciones, sino en la falta. La falta inicial, separación con Dios, tiene como resultado primero la ruptura de la comunión originaria entre el hombre y la mujer.

Su relación quedan trastornada por injurias mutuas (cf Gn 3,12); el atractivo del uno por el otro, dádiva propia del creador (cf Gn 2,22), se troca a nexos de dominio y de impudicia (cf Gn 3,16b); la cautivadora inclinación del hombre y de la mujer de ser fértiles, de reproducirse y someter la tierra (cf Gn 1,28) queda supeditada a los dolores del parto y los empeños en conseguir el pan (cf Gn 3,16-19).

No obstante, el orden de la Creación se mantiene aunque severamente trastornado. Para curar las agravios del pecado, el hombre y la mujer requieren el auxilio de la gracia que Dios, quien en su conmiseración eterna, nunca les ha negado (cf Gn 3,21). Sin ese auxilio, el hombre y la mujer no pueden llegar a consumar la alianza de sus vidas, para lo cual Dios los creó «al principio».

El Matrimonio bajo la Pedagogía de la Antigua Ley

En su compasión, Dios no desamparo al hombre penitente. Las penas que resultan del pecado, «los dolores del parto» (Gn 3,16), el trabajar «hasta sudar de tu frente» (Gn 3,19), conforman igualmente remedios que atenúan los estropicios del pecado. Luego de la caída, el matrimonio ayuda a derrotar al repliegue sobre sí mismo, al egocentrismo, a la busca del propio placer, y al sincerarse al otro, a la ayuda recíproca, al don de sí.

La reflexión moral concerniente a la unidad y fortaleza del matrimonio evolucionó bajo la pedagogía de la Ley antigua, bajo la cual la poligamia de los patriarcas y de los soberanos no aparece aun proscrita de una manera expresa.

Sin embargo, la Ley otorgada por Moisés está orientada a amparar a la mujer frente a un dominio injusto del hombre, aunque ella porte igualmente, de acuerdo a la palabra del Señor, las marcas de «la dureza del corazón» de todo humano, motivo por el cual Moisés autorizó el desprecio de la mujer (cf Mt 19,8; Dt 24,1).

Al figurar la Alianza de Dios con Israel como un amor conyugal único y leal (cf Os 1-3; Is 54.62; Jr 2-3. 31; Ez 16,62;23), los profetas fueron acondicionando la conciencia del Pueblo elegido para un entendimiento de mayor profundidad de lo unido e indisoluble que es el matrimonio (cf Mal 2,13-17).

Los escritos de Rut y de Tobías son evidencia conmovedora del significado profundo del matrimonio, de la lealtad y del cariño de los esposos. La Tradición ha tenido en el Cantar de los Cantares una manifestación única del amor humano, en la medida que ésta imagen del amor de Dios, amor «poderoso como la muerte» que «las inmensas aguas no pueden inundar» (Ct 8,6-7).

El Matrimonio en el Señor

La unión conyugal entre Dios y su pueblo Israel había dispuesto la novedosa y perpetua alianza por medio de la cual el Hijo de Dios, encarnándose y entregando su vida, se aunó en cierto modo con toda la humanidad redimida por él (cf. GS 22), gestando así «las bodas del cordero» (Ap 19,7.9).

En el comienzo de su existencia pública, Jesús da su primera señal, a pedido de su Madre, en oportunidad de una fiesta de boda (cf Jn 2,1-11). La Iglesia le da gran relevancia a la asistencia de Jesús a las bodas de Caná, ya que observa en ella la ratificación de la bondad del matrimonio y el aviso de que a partir de allí el matrimonio habrá de ser una señal cierta de la presencia de Cristo.

En su predica, Jesús adoctrinó claramente el significado original de la unión del hombre y la mujer, de acuerdo a como el Creador la deseo al inicio: el permiso, otorgado a Moisés, de rechazar a su mujer era una gracia a la dureza del corazón (cf Mt 19,8); el enlace matrimonial del hombre y la mujer es inseparable: Dios mismo la dispuso: «lo que Dios une, no puede ser separado por el hombre» (Mt 19,6).

Este empecinamiento, obvio, en la indisolubilidad del nexo matrimonial pudo ocasionar desconcierto y mostrarse como una demanda irrealizable (cf Mt 19,10). No obstante, Jesús no llego a imponer a los cónyuges una carga que no pudiese llevarse o muy pesada (cf Mt 11,29-30), de mayor peso que la Ley de Moisés.

Llegando para restaurar el orden original de la creación trastornado por el pecado, aporta la energía y la gracia para experimentar el matrimonio en la novedosa perspectiva del Reino de Dios. Al seguir a Cristo, abandonándose a sí mismos, llevando por él sus cruces (cf Mt 8,34), los esposos podrán «entender» (cf Mt 19,11) la significancia original del matrimonio y vivirlo con el auxilio de Cristo.

Tal gracia del Matrimonio cristiano es fruto de la Cruz de Cristo, raíz de toda la existencia cristiana. Es lo que el apóstol Pablo hace comprender señalando: «Maridos, adoren a sus mujeres como Cristo adoró a la Iglesia y se dio a sí mismo por ella, para consagrarla» (Ef 5,25-26), y agregando luego: «Por ello abandonará el hombre a su padre y a su madre y se juntará a su mujer, y los dos se harán una misma carne. Gran enigma es éste, lo digo en relación a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,31-32).

Toda la existencia cristiana está signada por el amor de esposos de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, por el medio del cual se llega a ser parte del Pueblo de Dios, es un enigma nupcial. Es, en otras palabras, como el baño de bodas (cf Ef 5,26-27) que antecede a la fiesta de bodas, la Eucaristía.

El Matrimonio cristiano llega a ser de su lado señal eficaz, sacramento de la unión de Cristo y de la Iglesia. Ya que es señal y notificación de la gracia, el casamiento entre bautizados es un genuino sacramento de la Nueva Alianza (cf DS 1800; CIC, can. 1055,2).

La Virginidad por el Reino de Dios

Cristo es el núcleo de toda existencia cristiana. El nexo con Él se ubica en la primera posición entre todos los demás nexos, sean familiares o sociales (cf Lc 14,26; Mc 10,28-31).

A partir de los inicios de la Iglesia han existido hombres y mujeres que han dimitido al gran don del matrimonio para proseguir al Cordero al lugar que vaya (cf Ap 14,4), para dedicarse a las cosas del Señor, para procurar agradarle (cf 1 Co 7,32), para ir a encontrarse con el Esposo que viene (cf Mt 25,6). Cristo mismo convocó a algunos a acompañarle a esta forma de vida del que Él es el arquetipo.

Existen eunucos que surgieron así del seno materno, y hay eunucos engendrados por los hombres, y hay eunucos que ellos mismos se convirtieron en tales por el Reino de los Cielos. Quien pueda comprender, que comprenda (Mt 19,12).

La castidad por el Reino de los Cielos es una evolución de la gracia bautismal, una señal poderosa del predominio del nexo con Cristo, de la ardorosa expectativa de su regreso, una señal que rememora igualmente que el casamiento es una realidad que expresa el carácter transitorio de este mundo (cf 1 Co 7,31; Mc 12,25).

Este par de estados, el sacramento del Matrimonio y la virginidad por el Reino de Dios, provienen del Señor mismo. Es él quien les da significado y les otorga la gracia imprescindible para vivirlos de acuerdo a su voluntad (cf Mt 19,3-12). La consideración de la castidad por el Reino (cf LG 42; PC 12; OT 10) y la acepción cristiana del Matrimonio son indivisibles y se apoyan recíprocamente.

Calumniar al matrimonio es aminorar a la vez la gloria de la virginidad; ensalzarlo es enaltecer a la vez la admiración correspondiente a la virginidad… (S. Juan Crisóstomo, virg. 10,1; cf FC, 16).

La Celebración del Matrimonio

En el ritual latino, al celebrarse el matrimonio entre dos devotos católicos este suele ocurrir regularmente dentro de la Santa Misa, dado el nexo que detentan todos los sacramentos con el Misterio Pascual de Cristo (cf SC 61). En la Eucaristía se efectúa el memorial de la Nueva Alianza, en la que Cristo se aunó de manera perpetua a la Iglesia, su esposa adorada por la que se ofreció (cf LG 6).

De esa manera, es apropiado que los cónyuges sellen su aprobación de entregarse el uno al otro por medio de la ofrenda de sus propias vidas, juntándose a la ofrenda de Cristo por su Iglesia, hecha realidad en el sacrificio eucarístico, y obteniendo la Eucaristía, para que, al recibir la comunión en el mismo Cuerpo y en la misma Sangre de Cristo, «conformen un solo cuerpo» en Cristo (cf 1 Co 10,17).

«Así como es una señal sacramental de santificación, la conmemoración del matrimonio…ha de ser por sí misma licita, meritoria y fructuosa» (FC 67). Por ende, es conveniente que los futuros cónyuges se apresten a la celebración de su matrimonio obteniendo el sacramento de la penitencia.

De acuerdo a la tradición latina, los esposos, como agentes de la gracia de Cristo, expresando su aprobación ante la Iglesia, se otorgan uno al otro el sacramento del matrimonio. En las costumbres de las Iglesias orientales, los clérigos, Obispos o presbíteros, atestiguan la mutua aprobación manifestada por los esposos (cf. CCEO, can. 817), pero asimismo su bendición es indispensable para la legitimidad del sacramento (cf CCEO, can. 828).

Las variadas liturgias son abundantes en plegarias de bendición y de epíclesis implorando a Dios su gracia y la bendición para la nueva pareja, particularmente para la esposa. En la epíclesis de este sacramento los cónyuges obtienen el Espíritu Santo como rito de amor de Cristo y de la Iglesia (cf. Ef 5,32). El Espíritu Santo es la marca de la unión de los cónyuges, la raíz siempre dadivosa de su amor, la energía con que se renovará su lealtad.

Sacramento del Matrimonio: El Consentimiento Matrimonial

Los personajes de la unión matrimonial son un hombre y una mujer bautizados, con libertad para casarse y que manifiestan de manera autónoma su aprobación. «Tener libertad» significa:

  • no ser obligados por algo o alguien;
  • no estar limitado por ley alguna de cualquier naturaleza.

La Iglesia estima el canje mutuo de las anuencias entre los cónyuges como el elemento imprescindible «que da pie al matrimonio» (CIC, can. 1057,1). Si la aprobación falta, no hay casamiento. La anuencia es «un hecho humano, por el que los esposos se entregan y se reciben recíprocamente» (GS 48,1; cf CIC, can. 1057,2): «Yo te acepto como esposa» – «Yo te acepto como esposo» (OcM 45).

Esta aprobación que aúna a los esposos entre sí, consigue su apogeo en el hecho de que los dos «se convierten en una misma carne» (cf Gn 2,24; Mc 10,8; Ef 5,31). Tal permiso debe ser un acto de conformidad de cada uno de los novios, ausente de violencia o de miedo grave de fuente externa (cf CIC, can. 1103). No hay poder humano que pueda sustituir este consentimiento (CIC, can. 1057, 1). De faltar esta libertad, el casamiento no es válido.

Por este motivo (o por otros que anulan o invalidan el matrimonio; cf. CIC, can. 1095-1107), la Iglesia, tras evaluar la situación por el juzgado eclesiástico correspondiente, puede considerar «nulo el matrimonio», esto es, que el matrimonio no tuvo lugar. En dicho caso, los novios tiene libertad para casarse, aunque han de formalizar los compromisos naturales surgidos de una unión preliminar (cf CIC, can. 1071).

El clérigo (o el diácono) que hace presencia a la conmemoración del matrimonio, recoge el consentimiento de los cónyuges a nombre de la Iglesia y otorga la bendición de ésta. La asistencia del ministro de la Iglesia (e igualmente de los testigos) evidencia claramente que el matrimonio es una realidad eclesial.

Por este motivo, la Iglesia demanda comúnmente para sus devotos la forma eclesiástica de la conmemoración del matrimonio (cf Cc. de Trento: DS 1813-1816; CIC, can. 1108). Son diversas las razones que explican tal determinación:

  • El matrimonio sacramental es un evento ceremonial religioso, por lo que es apropiado que se celebre dentro de la liturgia pública de la Iglesia.
  • El matrimonio se efectúa dentro del orden eclesial, genera derechos y deberes en la Iglesia entre los cónyuges y para con los hijos.
  • Por ser el matrimonio una condición de vida en la Iglesia, se precisa que exista evidencia de él (de ahí el deber de contar con testigos).
  • La naturaleza pública del consentimiento ampara el «Sí» una vez otorgado y ayuda a permanecer leal a él.

Para que el consentimiento de los cónyuges sea un hecho libre y responsable, y para que la unión matrimonial cuente con bases humanas y cristianas sólidas y estables, el alistamiento para el matrimonio es de importancia capital:

El ejemplo y la educación otorgados por los progenitores y por las familias son el camino favorecido de esta preparación.

El rol de los pastores y de la colectividad cristiana como «familia del Señor» es imprescindible para transmitir los principios humanos y cristianos del matrimonio y de la familia (cf. CIC, can. 1063), y esto con aún más razón en nuestro tiempo en el que numerosos jóvenes han conocido la experiencia de hogares rotos que ya no garantizan idóneamente esta iniciación:

Los jóvenes han de ser educados apropiada y convenientemente acerca de la dignidad, quehaceres y la práctica del amor conyugal, particularmente en el seno de la misma familia, para que, enseñados en el cultivo de la continencia, puedan pasar, a la edad apropiada, de un honrado noviazgo experimentado al matrimonio (GS 49,3).

Matrimonios Mixtos y Disparidad de Culto

En cuantiosos países, la condición del matrimonio mixto (entre un católico y un no católico que no ha recibido bautismo) se ha presentado con suma frecuencia, el cual requiere particular consideración de los esposos y de los pastores. El caso de matrimonios de diferentes cultos (entre un católico y uno que no ha recibido bautismo) demanda aún mayor atención.

La desemejanza de credo entre los esposos no conforma un impedimento insuperable para el matrimonio, cuando se llega a situar en común lo que cada uno de ellos ha obtenido en su comunidad, y a compartir el uno del otro la forma como cada uno ejerce su lealtad a Cristo. Aun así las contrariedades de los matrimonios mixtos no deben ser igualmente menospreciadas, y ello es debido a que la división entre cristianos no ha sido superada aún.

Los cónyuges corren el riesgo de compartir en el núcleo hogareño el drama de la separación de los cristianos. La desemejanza de culto puede empeorar aún más estos inconvenientes. Disparidad en la fe, en la noción misma del matrimonio, pero igualmente mentalidades religiosas diferentes pueden ocasionar tensiones en la pareja, primordialmente a causa de la educación de los hijos. Todo ello podría conducir entonces a la indiferencia religiosa.

De acuerdo al derecho imperante en la Iglesia latina, un matrimonio mixto requiere, para ser legitimo, la anuencia expresa de la autoridad eclesiástica (cf CIC, can. 1124). De existir diferencias de culto se necesita una concesión expresa del inconveniente para hacer válido el matrimonio (cf CIC, can. 1086).

Esta autorización o esta dispensa implica que las dos partes son conocedoras y no excluyen los propósitos y las propiedades básicas del matrimonio. Adicionalmente, que el lado católico corrobore los compromisos, igualmente dándolos a conocer al lado no católico, de preservar la propia fe y de garantizar el Bautismo y la enseñanza de los hijos en la Iglesia Católica (cf CIC, can. 1125).

 

En numerosas regiones, merced al diálogo generalizado, las colectividades cristianas con interés han podido efectuar una pastoral afín para las bodas mixtas. Su propósito es colaborar con estas parejas para que puedan llevar su condición particular a la luz de la creencia. Debe igualmente ayudarles a rebasar la tirantez entre las responsabilidades de los esposos, el uno con el otro, y con sus colectividades eclesiales.

Debe inducir el desarrollo de lo que les es afín en la fe, y la consideración  de lo que los separa. En las uniones con diferencia de culto, el esposo católico tiene una labor particular: «Ya que el marido no religioso queda bendecido por su mujer, y la mujer no religiosa queda bendecida por el marido creyente» (1 Co 7,14).

Es un inmenso placer para el cónyuge cristiano y para la Iglesia el que esta «bendición» lleve a la transformación libre del otro cónyuge al credo cristiano (cf. 1 Co 7,16). El amor de pareja honesto, el ejercicio humilde y sosegado de las virtudes familiares, y la plegaria constante pueden alistar al cónyuge no religioso a obtener la gracia de la conversión.

Los Efectos del Sacramento del Matrimonio

«Del matrimonio legitimo surge entre los esposos un nexo perpetuo y único por su misma naturaleza; adicionalmente, en el matrimonio cristiano los esposos se fortalecen y quedan como bendecidos por un sacramento singular para los deberes y la dignidad de su condición» (CIC, can. 1134).

El Vínculo Matrimonial

La autorización por el que los cónyuges se entregan y se reciben recíprocamente es refrendado por el mismo Dios (cf Mc 10,9). De su unión «emerge una institución duradera por mandato divino, asimismo ante la sociedad» (GS 48,1). La unión de los esposos es parte integral en la alianza de Dios con los hombres: «el genuino amor conyugal es alcanzado en el amor divino» (GS 48,2).

Por ende, el nexo matrimonial es instaurado por Dios mismo, de manera que el matrimonio oficiado y consumado entre bautizados no puede ser nunca deshecho. Este nexo que surge del acto humano libre de los cónyuges y de la ejecución del matrimonio es una realidad ya inexorable y origina una unión garantizada por la lealtad de Dios. La Iglesia no está en capacidad de manifestarse en contra de este precepto de la erudición divina (cf CIC, can. 1141).

La Gracia del Sacramento del Matrimonio

«A su manera y forma de vida, (los esposos cristianos) cuentan con su carisma propio en el Pueblo de Dios» (LG 11). Esta merced propia del sacramento del matrimonio está dedicada a hacer perfecto el amor de los esposos, a fortalecer su unidad perdurable. Mediante esta gracia «se ayudan de modo mutuo a bendecirse con la vida matrimonial conyugal y en la aceptación y educación de los hijos» (LG 11; cf LG 41).

Cristo es la raíz de esta gracia. «Ya que del mismo modo que Dios en otro tiempo fue al encuentro de su pueblo por una unión de amor y fidelidad, ahora el Redentor de los hombres y Esposo de la Iglesia, por medio del sacramento del matrimonio, va al encuentro de los cónyuges cristianos» (GS 48,2).

Se queda con ellos, les da la fortaleza para seguirle levantando su cruz, de ponerse de pie tras sus caídas, de perdonarse recíprocamente, de portar unos las cargas de los otros (cf Ga 6,2), de estar «sojuzgados unos a otros en el temor de Cristo» (Ef 5,21) y de adorarse con un amor sobrehumano, sutil y fecundo. En el júbilo de su amor y de su vida familiar les otorga, ya aquí, un sabor anticipado del banquete de las bodas del Cordero:

¿Cómo voy a conseguir la fuerza para explicar de manera placentera la felicidad del matrimonio que oficia la Iglesia, que corrobora la ofrenda, que refrenda la bendición? Los ángeles lo pregonan, el Padre celestial lo confirma…¡ Qué casamiento el de dos cristianos, aliados por una única esperanza, un único deseo, una única disciplina, el mismo servicio!

Ambos son hijos del mismo Padre, siervos de un mismo Señor; nada los aparta, ni en el espíritu ni en la carne; en contraste, son auténticamente dos en una misma carne. Donde la carne es una sola, igualmente es uno solo el espíritu (Tertuliano, ux. 2,9; cf. FC 13).

Los Bienes y las Exigencias del Amor Conyugal

«El amor conyugal conlleva una universalidad de la que forman parte todos los elementos de la persona, exigencia del cuerpo y del instinto, energía del sentimiento y del afecto, anhelo del alma y de la voluntad; contempla una unidad muy  personal que, más que la fusión en una sola carne, lleva a no poseer más que un corazón y un alma. Demanda la perennidad y la lealtad de la entrega recíproca absoluta; abriéndose a la fecundidad.

En pocas palabras: es un conjunto de características aceptadas de todo amor conyugal natural, pero con una significancia nueva que no sólo las purifica y afianza, sino las alza hasta el punto de convertirlas en expresión de principios propiamente cristianos» (FC 13). Alianza y permanencia del matrimonio

La adoración entre esposos demanda, por su mismo carácter, la unión y la indivisibilidad de la comunidad de personas que comprende la vida íntegra de los esposos: «De modo que ya no son dos sino una misma carne» (Mt 19,6; cf Gn 2,24). «Están convocados a crecer constantemente en su comunión por medio de la lealtad cotidiana al compromiso matrimonial de la mutua entrega total» (FC 19).

Esta alianza humana es corroborada, purificada y mejorada por la comunión en Jesucristo otorgada por medio del sacramento del matrimonio. Se ahonda por la vida de la fe a la que son comunes y por la Eucaristía otorgada en común.

«La unidad del matrimonio se muestra extensamente corroborada por la igual dignidad personal que debe ser reconocida tanto a la mujer como al varón en el recíproco y completo amor» (GS 49,2). La poligamia es opuesta a esta igual dignidad de uno y otro y al amor de esposos que es único y personal.

La Fidelidad del Amor Conyugal

El amor de esposos exige de ellos, por su mismo carácter, una lealtad sagrada. Esto es resultado del regalo de sí mismos que se hacen recíprocamente los esposos. El genuino amor es proclive por sí mismo a ser algo concluyente, no algo transitorio. «Esta íntima alianza, en cuanto entrega mutua de dos personas, como lo es el don de los hijos demanda la lealtad de los esposos y urgen su indivisible unidad» (GS 48,1).

Su razón de mayor profundidad consiste en la lealtad de Dios a su unión, de Cristo a su Iglesia. Por la comunión del matrimonio los cónyuges son capacitados para simbolizar y testimoniar esta lealtad. Por el sacramento, la indivisibilidad del matrimonio toma un novedoso y más profundo significado.

Puede aparecer como dificultoso, incluso irrealizable, unirse para toda la existencia a un ser humano. Lo que hace importante comunicar la buena nueva de que el Señor nos adora con un amor absoluto y definitivo, de que los cónyuges son parte de este amor, que les reconforta y mantiene, y de que por su lealtad se transforman en testigos del amor leal de Dios.

Los cónyuges que, con el favor de Dios, dan este testimonio, frecuentemente en situaciones muy difíciles, son merecedores de la gratitud y el patrocinio de la comunidad eclesial (cf FC 20). Hay, no obstante, momentos en que la coexistencia matrimonial se hace casi imposible por motivos muy variados. En situaciones así, la Iglesia consiente el distanciamiento físico de los esposos y el término de la cohabitación.

Los cónyuges no dejan de ser marido y mujer de cara a Dios; ni están libres para ser parte de una nueva unión. En esta situación compleja, el mejor remedio sería, de ser posible, el reconciliarse. La colectividad cristiana está convocada a ayudar a estos seres a vivir de modo cristiano su situación en la lealtad al nexo de su matrimonio que se mantiene indisoluble (cf FC; 83; CIC, can. 1151-1155).

Hoy son cuantiosos en muchos países los católicos que acuden al divorcio de acuerdo a las leyes civiles y que asumen igualmente de modo civil una nueva unión. La Iglesia sustenta, por lealtad a la palabra de Jesucristo («Quien rechace a su mujer y se una a otra, incurre en adulterio contra aquella; y si es ella la que rechaza a su marido y se une a otro, incurre en adulterio»: Mc 10,11-12), que no puede aceptar como legítima este nuevo enlace, si era lícito el primer matrimonio.

De volverse a casar civilmente los divorciados, se colocan en una condición que rebate de modo objetivo a la ley de Dios. Por lo que no llegar a la comunión eucarística ala tanto se mantenga esa situación, y por el mismo motivo no pueden desempeñar ciertas obligaciones eclesiales.

La reconciliación por medio del sacramento del arrepentimiento no puede ser otorgada más que aquellos que se retractan de haber infringido el signo de la Alianza y de la lealtad a Cristo y que hagan el compromiso de vivir en total abstinencia.

En relación a los cristianos que se encuentran en esta situación y que frecuentemente mantienen la fe y anhelan instruir cristianamente a sus hijos, los clérigos y toda la comunidad deben dar evidencia de una interesada solicitud, a fin de que aquellos no se estimen como apartados de la Iglesia, de cuya vida pueden y han de ser parte apenas sean bautizados:

Se les induzca a oír la Palabra de Dios, a concurrir al sacrificio de la misa, a insistir en la oración, a aumentar las obras de caridad y los proyectos de la comunidad en pro de la justicia, a instruir a sus hijos en la fe cristiana, a ilustrar el espíritu y las obras de penitencia para rogar de esta manera, a diario, el favor de Dios (FC 84).

La Apertura a la Fecundidad

«Por su carácter mismo, el establecimiento mismo del matrimonio y el amor de esposos están mandados a la procreación y a la enseñanza de la prole y con ellas son investidos como su consumación» (GS 48,1): Los hijos son el obsequio de mayor excelencia del matrimonio y aportan mucho al bienestar de sus mismos padres.

El mismo Señor, que dijo: «No es apropiado que el hombre permanezca solo (Gn 2,18), y que creó desde el inicio al hombre, varón y mujer» (Mt 19,4), queriendo señalarle cierta participación especial en su misma obra creadora, consagró al varón y a la mujer indicando: «Crezcan y multiplíquense» (Gn 1,28).

De ahí que el cuidado genuino del amor de esposos y de todo el modo de vida familiar que de él se origina, sin dejar postergar los otros propósitos del matrimonio, conllevan a que los esposos se dispongan con fuerza de ánimo a colaborar con el amor del Creador y Redentor, que mediante ellos acrecienta y enriquece a su misma familia cada día más (GS 50,1).

La fecundidad del amor de esposos se prolonga a los frutos de la existencia moral, espiritual y sobrehumana que los progenitores traspasan a sus hijos mediante la educación. Los padres son los primordiales y primeros maestros de sus hijos (cf. GE 3). De esa manera, la obra esencial del matrimonio y de la familia es servir a la vida (cf FC 28).

No obstante, los cónyuges a los que Dios no ha conferido engendrar hijos pueden sobrellevar una vida conyugal colmada de significado, humana y cristianamente. Su matrimonio puede esparcir una fecundidad de compasión, de amparo y de sacrificio.

La Iglesia Doméstica

Cristo anhelo nacer y desarrollarse en el seno de la Sagrada Familia de José y de María. La Iglesia es la misma «familia de Dios». Desde un principio, el centro de la Iglesia usualmente se conformaba por los que, «con todo su hogar», habían venido a ser devotos (cf Hch 18,8). Cuando se transformaban deseaban igualmente que se salvase «todo su hogar» (cf Hch 16,31 y 11,14). Estas familias transformadas eran islotes de vida cristiana en un mundo no religioso.

En la actualidad, en un mundo usualmente extraño e inclusive hostil a la fe, las familias religiosas tienen una relevancia primordial en cuanto se constituyen en faros de una creencia viva y propagadora. Por ello el Concilio Vaticano II convoca a la familia, con una ancestral expresión, «Ecclesia domestica» (LG 11; cf. FC 21).

En el núcleo de la familia, «los progenitores deben ser para sus hijos los primeros comunicadores de la fe con su verbo y con su ejemplo, y han de promover la vocación individual de cada uno y, con particular atención, la vocación a la vida consagrada» (LG 11).

Aquí es donde se practica de modo privilegiado el sacerdocio bautismal del padre de familia, de la madre, de los hijos, de todo el grupo familiar, «en la aceptación de los sacramentos, en la plegaria y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida bendita, con la renuncia y la adoración que se puede ver en obras» (LG 10).

El hogar es así la escuela inicial de vida cristiana y «escuela del más valioso humanismo» (GS 52,1). Aquí se es instruido en la paciencia y el placer del trabajo, el amor fraternal, el perdón dadivoso, inclusive repetido, y particularmente el culto divino mediante la oración y el sacrificio de su vida.

Es conveniente recordar igualmente a una gran cantidad de personas que se mantienen solteras debido a particulares condiciones en que deben existir, frecuentemente sin haberlo deseado ellas mismas. Estas personas se hallan especialmente próximas al corazón de Jesús; y, por eso, son merecedoras de afecto y solicitud resueltas de la Iglesia, sobre todo de sus pastores.

Gran número de ellas carecen de familia humana, frecuentemente motivado a condiciones de pobreza. Algunos viven su condición de acuerdo al espíritu de las bienaventuranzas al servir a Dios y al prójimo de modo ejemplar.

A la totalidad de ellas se requiere abrirles las puertas de las casas, «iglesias hogareñas» y de la familia mayor que es la Iglesia. «Que ninguno se sienta falto de familia en este mundo: la Iglesia es hogar y familia de todos, particularmente para cuantos están cansados y agotados (Mt 11,28)» (FC 85).

Sacramento del Matrimonio: Resumen

San Pablo señala: «Maridos, quieran a sus mujeres como Cristo adoró a la Iglesia…Gran enigma es éste, lo digo con consideración a Cristo y la Iglesia» (Ef 5,25.32).

La unión matrimonial, por la que un hombre y una mujer conforman una íntima sociedad de vida y de amor, fue establecida y proveída de sus leyes propias por el Creador. Por su carácter está mandada para el bien de los esposos así como a la concepción e instrucción de los hijos. Entre aquellos que han recibido bautismo, el matrimonio ha sido llevado por Cristo Señor a ser estimado como sacramento (cf. GS 48,1; CIC, can. 1055,1).

El sacramento del matrimonio quiere decir la alianza de Cristo con la Iglesia. Otorga a los cónyuges la gracia de adorarse con el amor con que Cristo adoró a su Iglesia; la gracia del sacramento mejora así el amor humano de los cónyuges, ratifica su unidad indivisible y los bendice en el camino de la vida perpetua (cf. Cc. de Trento: DS 1799).

El matrimonio está basado en la anuencia de los contrayentes, en otras palabras, en la voluntad de entregarse mutua y absolutamente con el propósito de vivir una unión de amor leal y fecundo. Puesto que el matrimonio coloca a los esposos en una condición pública de vida en la Iglesia, el oficio del mismo se hace regularmente de manera pública, en el marco de una conmemoración litúrgica, ante el clérigo (o el testigo competente de la Iglesia), los testigos y la congregación de los fieles.

Tanto la alianza como la indivisibilidad y la apertura a la fecundidad son fundamentales para el matrimonio. La poligamia no es compatible con la entidad del matrimonio; el divorcio aparta lo que Dios ha unificado; el repudio de la fecundidad despoja a la vida conyugal de su «don más preciado», el hijo (GS 50,1).

Convenir un nuevo matrimonio de parte de los divorciados al tanto que viven sus esposos oficiales contraviene el plan y la ley de Dios instruidos por Cristo. Quienes se hallan en ese estado no están apartados de la Iglesia pero no pueden ser parte de la comunión eucarística. Y aun así pueden llevar su existencia cristiana particularmente al instruir a sus hijos en la fe.

 

El hogar cristiano es el sitio en que los hijos obtienen el anuncio inicial de la fe. Por ello el hogar familiar es denominado precisamente «Iglesia hogareña», colectividad de gracia y de oración, escuela de moralidad humana y de compasión cristiana.

El Matrimonio como Sacramento en la Historia de la Teología Católica

En el evangelio, Jesucristo habla de modo tajante en oposición al divorcio autorizado por la ley judía (cf. Mc 10 11-12 y textos paralelos).

En los siglos iniciales los escritores cristianos se ven enfrentados a la permisividad sexual del cosmos greco–romano y de los diversos movimientos heréticos que proponen que el matrimonio es algo malvado, ya que la cuestión es malvada en sí misma. Los encratitas menospreciaban al matrimonio y sustentaban que todo cristiano ha de mantenerse en abstinencia.

Los gnósticos (a los que debe agregar a los maniqueos y priscilianistas) respaldándose en una cosmología dualista eran de la idea de que la materia se origina en el fundamento del mal y por ende tenían una perspectiva negativa de la realidad sexual y matrimonial. Los montanistas y novacianos desdeñaban las segundas nupcias. Un caso exagerado es el sacrilegio encratista de Taciano.

En las originales comunidades cristianas se va mostrando una predilección por la castidad y el celibato. Inclusive se llega a dar una imagen despectiva o despreciativa del matrimonio. No obstante, el magisterio operó como normalizador. De tal manera lo señalan Ignacio de Antioquía (Ep. Polyc. 5 2) y Clemente de Roma (1 Clem 38 2). Los escritores cristianos destacan el bien de la concepción al actuar en defensa del matrimonio.

Aducen que ha sido creado por Dios y ha sido consagrado por la aparición de Cristo en las bodas de Caná. Inclusive emergen tendencias que sugieren que el matrimonio este por encima de la virginidad (según escritores como Helvidio, Bonoso, Joviniano y Vigilancio). San Agustín (354-430) sustenta con claridad que el matrimonio es una cosa virtuosa y que ha sido establecido por Dios desde «el inicio».

El pecado original no ha podido destruir esa benevolencia originaria, a pesar de que ha originado la «lujuria», que afecta de tal modo la práctica de la sexualidad que se hace sumamente difícil supeditar esa actividad a la justa razón. Ello se logra cuando se vive en el escenario de los bienes mismos del matrimonio: la concepción (proles), la lealtad (fides), y el sacramento (sacramentum).

De acuerdo a San Agustín, es indudable que la búsqueda de la procreación no implica que la alianza del matrimonio lleve consigo falta o mancha alguna. Pero no sucede igual si la unión fuese intentada para complacer la lujuria, ya que entonces se cometería un pecado venial. Los escritores no están de acuerdo en la interpretación que se ha de dar a estas aseveraciones.

No obstante la perspectiva cristiana del matrimonio en los tiempos iniciales era positiva, ecuánime y menos idealizadora que la del entorno, igualmente es cierto que el casamiento, o uno de sus propósitos, era estimado en base a las resultados del pecado original como un “remedio a la lujuria” de acuerdo a la expresión de Agustín.

De tal manera que la creencia cristiana valoraba al matrimonio en relación con el fin procreativo y como conducto para contrarrestar el caos por debilidad sexual que los hombres arrastran después del pecado original.

Los persistentes ataques de ciertas sectas gnósticas contra este sacramento forzaron a la Iglesia a protegerlo y a rodearlo de cierta majestad, que sumara a su reputación y santificación. En específico se pueden citar las siguientes disposiciones o prácticas:

  • El matrimonio habría de oficiarse siempre con el consentimiento del obispo.
  • Habría de acontecer en la iglesia o lugar del culto, a través de los oficios eucarísticos. Esta tradición es de las más antiguas.
  • De modo general no se consentían matrimonios ocultos; mas, por otro lado, El papa Calixto aceptó como lícitos los matrimonios entre libres y esclavos.

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